Pese a que hoy los veamos pálidos y de color tierra, los templos egipcios eran al terminar de construirse verdaderas maravillas multicolores donde los relieves destacaban llenos de colores brillantes sobre un fondo blanco. Debemos imaginarlos tan irresistiblemente coloridos como las más bellas tumbas.
Hoy sólo se conservan restos de esa preciosa policromía en algunos de ellos, como el de Ramsés III en Medinet Habu. Hasta principios del siglo pasado, eran esos colores los que llevaban a los viajeros hasta Asuán para ver la decoración perfectamente conservada del templo de Isis en la isla de File... Por desgracia, el afán de controlar la crecida por parte de las autoridades británicas terminó sumergiendo el templo varios meses al año y el agua se encargó de disolver lentamente los colores. Y es que la paleta egipcia, además de ser limitada, estaba compuesta por colores y aglutinantes naturales, a los cuales el seco clima del valle del Nilo vuelve casi imperecederos; pero que se ven atacados con facilidad por el agua y la humedad.
El número de colores era limitado, pues a los artistas egipcios les gustaba aplicarlos planos, sin sombras ni volúmenes, que conseguían con los juegos de luces sobre la superficie talladas de las figuras. Las imágenes que tanto nos seducen están todas pintadas con estos pocos tonos: el blanco, el negro, el azul, el verde, el rojo y el amarillo, los cuales se mezclaban entre sí para conseguir algunos más como el marrón o el rosa. El blanco no era sino yeso obtenido de la caliza; el negro se conseguía del carbón; el amarillo era ocre y después fue oropimente; el rojo, por su parte, se obtenía del óxido de hierro. El azul se conseguía machacando una pasta vítrea artificial de ese color (lo que se llama una frita) obtenida mezclando cuarzo, malaquita, carbonato cálcico y natrón; mientras que el verde se obtenía de la malaquita en polvo o de una frita de color verde de composición similar a la del color azul. Con excepción del oropimente, que se ha sugerido llegaba desde la zona del actual Irán, se trata de materiales abundantes en el valle del Nilo, que se aglutinaban con clara de huevo, goma arábiga obtenida de la acacia o cola procedente de la cocción de partes de animales como las pezuñas ricas en gelatina. Estas sustancias pegajosas los adherían a la superficie pintada y les daban un tono brillante.
La mayoría de estos colores se utilizaban de un modo que llamaríamos «normal», es decir, que si había que pintar el follaje de una marismas predominaban los verdes y si se trataba de mostrar el calor del fuego se usaba el color rojo, utilizado siempre para representar la sangre, igual que el marrón para la madera. No obstante, también encontramos algunas particularidades en la simbología de la policromía faraónica. Por ejemplo, si nosotros vemos un cuerpo humano pintado de verde o negro pensaremos que se trata de un cadáver que se está descomponiendo o está putrefacto del todo; pero no así los egipcios, para quienes el color negro, es en este caso, una imagen de la tierra húmeda con la vivificante agua de la crecida; mientras que el verde lo es de ese agua repleta de restos vegetales en suspensión que llega desde el Sudán y hace revivir a todo Egipto. Por eso Osiris, el rey de los muertos, aparece siempre con el rostro pintado de verde o negro, no porque se esté descomponiendo, sino por todo lo contrario, porque es la imagen del renacimiento.
José Miguel Parra©