A finales del siglo XVIII, los jeroglíficos egipcios llevaban bastante más de un milenio fascinando a Occidente, casi desde el momento mismo en que desapareció el último de los escribas que sabía trabajar con ellos. Los eruditos de la Ilustración habían conseguido algunos avances en su desciframiento, pero no muy llamativos.
Eran tiempos convulsos y, con una Europa en guerra tras la Revolución francesa, el desciframiento de la lengua faraónica se convirtió en una carrera en la cual el orgullo patrio corría parejo al interés científico. Lo curioso es que fue precisamente esa guerra la que proporcionó la pieza clave para el desciframiento final de la lengua de los faraones.
En 1798 Napoleón se lanzó a la conquista de Egipto para poder interrumpir desde allí el comercio inglés con la India y, junto a sus tropas, se llevó a más de un centenar de sabios que estudiaron todo el valle del Nilo hasta la derrota final francesa. Como parte del acuerdo de paz, los galos tuvieron que entregar a los británicos todos los objetos arqueológicos que habían recopilado, entre ellos la piedra de Rosetta: una inmensa losa donde aparece el mismo texto escrito en griego, demótico y jeroglífico. ¡Por fin se tenía una base sólida para empezar a descifrar la lengua de los faraones! Sobre todo porque nada más ser descubierta en Rosetta, una ciudad del Delta, los franceses hicieron copias en papel del texto completo y las enviaron a sabios de toda Europa, que empezaron a trabajar con ella. Uno de ellos llegaría a ser el joven prodigio filológico Jean-François Champollion.
Champollion se dedicó al estudio de cuantas lenguas muertas pudo, que fueron su pasión desde pequeño. Así es como fueron penetrando en su saber el latín, el griego, el hebreo, el árabe, el siríaco y el caldeo. Siendo apenas un chaval de doce años, tuvo la fortuna de conocer a Jean-Baptiste Joseph Fourier, que había estado en Egipto con Napoleón y quien le invitó a ver su colección de antigüedades faraónicas. Parece que fue entonces cuando decidió su futuro: se dedicaría por completo al conocimiento y desciframiento de la antigua lengua de los faraones, como les explicó a sus padres en una carta. Algo en lo que le resultaría el conocimiento del copto que aprendería del monje griego Raphaël de Monachis, que también visitó Egipto con Napoleón.
En ardua competencia con el inglés Thomas Young, quien realizó valiosos descubrimientos que el francés incorporó a su desciframiento final, en 1822 Champollion consiguió romper el secreto y desentrañar los mimbres de la lengua egipcia. Siempre interesado en obtener todas las muestras de esta escritura que pudiera, pues gracias a ello podía confirmar e ir afinando su gramática egipcia, apenas dos años después marchó a Turín en busca de nuevos textos. Allí se acababa de crear, en 1824, el Museo de Antigüedades y Reliquias Egipcias de la ciudad; una institución donde se guardaba la colección de piezas egipcias adquirida por Carlos Félix, duque de Piamonte y rey de Cerdeña, al cónsul francés en Egipto, Bernardino Drovetti. Fueron varios los meses que Champollion pasó en esta institución repleta de tesoros faraónicos.
Tal es la cantidad y la calidad de los fondo del museo que al terminar el trabajo, el sabio francés afirmó: «El camino hacia Menfis y Tebas pasa por Turín».
No son muchos los cuadernos de notas que conservamos del sabio francés, pero de ellos, uno resulta especialmente interesante porque lo utilizó durante su estancia en Turín mientras recorría el museo apuntando lo que le llamaba la atención. El mismo título del cuaderno Momies nos indica que Champollion era
sistemático. Las primeras páginas describen con detalle un par de ataúdes: los dibujos que los adornan, los colores utilizados por los artesanos faraónicos y, por
último, los textos que los decoran. Pero parece que era un trabajo demasiado engorroso eso de ir por el museo cargado con botes de varias tintas de color, porque a partir de la página 5 Champollion se pasa definitivamente al lápiz para copiar los textos de estatuas, de estelas y continuar con más ataúdes.
El cuaderno es una pequeña joya y ojearlo un verdadero placer. No sólo por tener en las manos una herramienta utilizada para avanzar en el conocimiento del antiguo Egipto, sino también por la propia belleza de los dibujos del sabio francés al copiar los textos faraónicos. Se trata de unos jeroglíficos homogéneos, delicados, la calidad de cuyo trazo nos demuestra las muchas horas que Champollion le había dedicado —y le dedicará en los diez años que apenas le quedaban de vida— a estudiar y desentrañar la desaparecida lengua de los faraones. Un trabajo que quizá le costara la vida, pero que sirvió para devolvérsela a los antiguos egipcios.
José Miguel Parra